sábado, 12 de abril de 2014

El extranjero

Llegó a una ciudad cuyo verano se extendía por años.
En sus calles, los lagartos eran estatuas cubiertas de un moho impenetrable.
Perros mortecinos seguían a los transeúntes
y éstos huían
y fragmentaban con sus rostros perlados de sudor
los hatajos vibrantes de moscas y de mosquitos.

La ciudad y su verano implacable le recibieron por la noche,
con el talante de una tolvanera ante un forastero que se emplaza.

No era él, en aquel tiempo,
un viajero intrépido avanzando de frente y sin retorno
por cada paraje mundano que se le antojaba o permitía.
Era, más bien, un vagabundo
que llevaba consigo, adherido a su memoria,
la gelidez de un invierno.

Y como si fuese rastreable la tundra
le cercaron los coyotes, libélulas y culebras.
Le horadaron el rostro con sus colmillos y aguijones.
En una pila amplísima, le vaciaron
y se volvió como un lago rodeado de montañas
que eran los niños y los ancianos.
Los hombres se desvistieron y mojaron sus espaldas.
Las mujeres acarrearon en cántaros todo lo que pudieron.
Desde los picos de las aves, la ciudad fue regada
y la maleza sucumbió al verdor.

Su cuerpo fue arrojado en el páramo.
Sus ojos aún abiertos vieron las nubes de una tormenta.
Y luego,
como en un renacimiento,
el alba le acogió en un bautismo de fulgor.

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