Ella permanece en una vigilia
guarecida en el abismo de su piel.
Su noche ha durado cincuenta años
y ha olvidado como es vestirse
asistida por los brazos del sol de la mañana.
Cuando amanece,
ella teje un escondrijo con los hilos de su cabello.
Desciende por una lianas delgadas
y por una escalera de rosas y granito,
sin percatarse de la espesura en la que se adentra.
Sella con cera herviente sus labios
y vacía sus hermosos ojos castaños.
Graba su nombre sobre un ataúd de lama grumosa;
como una emperatriz atareada
que prepara antes del atardecer
la ceremonia de su muerte.
Al final de cada año, ella mira a través de una fotografía
colgada en un espejo
su cabellera de los ochentas sin tintes ni aromas quemantes,
colgada en un espejo
su cabellera de los ochentas sin tintes ni aromas quemantes,
sus manos sin heridas ni arrugas penosas,
sus pies albinos e inmóviles sobre el asfalto
que desde entonces amenazaba
en convertirla en una terrible oscuridad.
Les feuilles mortes, Remedios Varo |